Nada es comparable al sudor del pan al amanecer,
nada a las ojeras que deja la harina en los surcos del rostro somnoliento,
ni el temblor de la tierra bajo la presión de las placas tectónicas,
nada del desorden en la turbulencia al borde del abismo.
Ningún trabajo es más penoso que dejar un sueño en mitad de la noche,
saber que apenas atraviesen la antesala de la ficción los panaderos serán fusilados,
no saber que la miga compacta del pan de maíz esconde una declaración,
o que la piedra blanca del horno es el sudario de un militante en la vigilia.
Sobre las aguas del Eume con las que el pan se amasa junto a los panfletos del ocaso,
los subversivos descubren bajo el musgo los secretos bancarios de Suiza,
persiguen a quién declara la rentabilidad como un único credo,
evitan que la solidaridad puede ser castigada bajo pena de silencio,
y conocen que en Caaveiro hay un monje mudo que engaña a los peregrinos con sus signos.
En ese sueño de levaduras y declaraciones, los panaderos son bandidos,
forajidos que roban la sal a los ricos y la esconden en los molinos
para que otros, después de ellos, sacudan los sueños a medianoche
porque quieren despertar sabiendo que cocieron un mundo mejor que este.
Del libro en preparación «La Vía Láctea»
Muy bonito, te voy a regalar mi trenca (aún la uso), te la mereces.
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Es un honor, sabiendo que huele a incienso y botes de humo.
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