Comida de Trabajo. Nº 1

Del Libro de relatos «Tierras decolorantes»
(Informes de Viajes y Comidas)

Comida 1
“El Ruso” Manolo Bermúdez – Rafael P. Castells

Castro Urdiales. 1999

Solía decir mi compañero de mesa (hombre con el que compartí similares gustos en lo referente al punto de la carne así como en lo que concierne a ciertos negocios comunes), que él era persona condescendiente pero que jamás me perdonaría si alguna vez olvidaba la dirección de un buen restaurante. No es este el caso. El restaurante “El Ruso” puede el viajero encontrarlo sin problemas para satisfacción de D. Manuel Bermúdez(Gran Maestre de la Orden del Asado) y que a la sazón me introdujo en los impenetrables secretos del excelente entrecot de buey que sirven en un restaurante de Berritz.

No tiene pérdida. Para llegar al restaurante “El Ruso” el Viajero puede optar por el camino más rebuscado, si es que se acerca a Castro Urdiales por la Autovía de Bilbao. Si toma éste último itinerario tendrá que desviarse por una carretera que corre paralela al mar, y un minuto más tarde tendrá que aminorar la marcha para girar con sumo cuidado en una encrucijada de caminos si no quiere acabar siendo devorado por la lamprea o en su defecto por los cangrejos que sestean entre las rocas. Don Manuel, como hombre paciente que era, siempre prefería esta alternativa, acaso más rebuscada pero con cuya demora, sin duda, se logra una elaboración más notable de los jugos gástricos.

— No te confundas amigo solía decirme para comer, lo primero que hace falta es comida, y lo segundo, imaginación.

Y así entre curvas, stops y vericuetos la boca se le iba haciendo agua que es uno de los jugos más precisos que se requieren para iniciarse en el soberbio arte de la gastronomía, y mientras soltaba el pie del embrague de su flamante Seat Toledo contaba con precisión y sumo deleite cómo acabó con todas las provisiones de gambas de un pequeño restaurante de Almería.

— Comí tantas gambas llegó a contarnos aquel día que llegué a perder el sentido de la orientación añadió.

Y créanlo o no, pero cuando preparaba de nuevo su estómago para otra sentada —esta vez con la intención de dar buena cuenta de una docena de sardinas asadas y de un enjambre de frituras cerca de la playa descubrió que en vez de bajar hacia el mar había llegado a lo más alto del pico Mulhacén. Y así entre ahogos y requiebros de tripas se dijo mi buen amigo: “pues si sigo un poco más lo mismo llego a tiempo para comer un cordero en Aranda”. Dicho y hecho.

— ¡A ver qué nos dais hoy de comer, pues!.

Y por fin llegamos al restaurante, nosotros sobrecogidos por las ortigas que devoraban los lindes del camino y él con la oculta intención de comer dos veces. No nos detuvimos más que el tiempo estrictamente necesario para corresponder también a los escasos comensales que entonces esperaban. Cruzamos la cocina como dos generales que pasan revista a sus tropas. En hileras aguardaban solícitas las doradas a la sal y los róbalos en salsa de ostiones, el bogavante castañeteaba sus pinzas a nuestro paso, y la melva bañada en aceite presentaba sus respetos a un bacalao con tomate que tenía los minutos contados. Al final, en el cuarto de banderas que formaba el distribuidor de la cocina y el salón de primavera, don Manuel saludó a la embajadora de las Ollas y los Fogones con la habitual fórmula que lo hiciera famoso por aquellos pagos:

Y a la cabrita le siguieron unos medallones de merluza para desplazar el vigor que el hinojo había conquistado, y por fin don Manuel reconoció que nos habían dado bien de comer. ¡Vaya si nos dieron de comer! Nos dieron también las tres y cuarto de la tarde y aún tuvimos tiempo para cruzar las puertas del paraíso cuando apareció en la mesa una doncella con dos porciones de leche frita y unos profiteroles bañados en caramelo. Y por fin, satisfechos como dos cardenales del Renacimiento, don Manuel corrió tres orificios de su cinturón y dijo:

Y nos dieron. ¡Vaya si nos dieron! Excepto las llaves de la despensa nos dieron de todo. Nos dio la bienvenida primero un salteado de anchoas con guarnición de pimientos de piquillo al que pronto se le unió un plato de jamón ibérico destacado para rendir honores a una botella de Cavas de Murviendro del 96, la cuál se cuadró a su vez ante la llegada de una inefable cabrita del Cantábrico de dos kilos y medio. “Hay que ser un imbécil para decir que Dios no existe” solía afirmar ante espectáculos similares.

—Lo malo del pescado es que es tan ligerito, que si a media tarde vuelves a picar, ya no hay quien se coma un chuletón para la cena.

Manuel Bermúdez murió dos semanas después de ésta comida (2 enero 2000). Poder estar sentado junto a él en una mesa era un privilegio y un honor que estaba al alcance de cualquiera. Solo bastaba con preguntarle: ¿Hace un marmitaco de langosta don Manuel? Hace contestaba— Pero que pongan también unos pimientos de piquilloañadía inmediatamente.

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