La pobreza de la lluvia

Del libro «A los cuatro vientos»
Editorial Ariadna. Madrid 2010

I

El desierto es un sueño de alabastro
y los antílopes rayados ya no juegan con las dunas.
Toda la grandeza del desierto está bajo sus piedras:
el alacrán que se refugia del sol y la canícula,
el sarpullido de guijarros que sestean
bajo el sopor como lagartos,
los restos de una jaima que el viento
deposita en los pedernales malheridos
y un reguero de té.

Todas las impresiones en el desierto
son gestos elementales: la mancha ocre sobre el mapa,
la caravana que retorna buscando
el frágil surco de sus huellas,
el traficante de armas con su arpillera de alfanjes
y un bereber de quince años que nunca ha soñado con Venecia.

Nada resume mejor el desierto que esa locura de calimas.

II

Bajo cielo hay otro firmamento,
y las cometas de seda vuelan
y son como eclipses del tamaño de una naranja.
Todo el horizonte del desierto es un incendio fronterizo,
se habla de un oasis que no llega.

Se habla del polvo que va cargando el aire y lo vence,
de las ciudades que se han dejado arrastrar
por el siroco y se respira, se habla de Abdiján
y los treinta y ocho torreones de Arg-e-Bam,
se habla de la planicie gris de Tamanrasset.

De todo cuanto se habla
va llenando quedamente el aire:
el pan de azúcar que se vende
a las afueras de Kermán,
los cinceles de viento que hicieron tremolar
la túnica del tuareg,
la humedad fronteriza de la tarde
y un reguero de té.

Ahora sopla el viento y se sobrevive.

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