Las cuatro caras de una torre

I

            Los atardeceres a primeros de marzo en San Gimignano comienzan a alargarse de una forma decidida. “Hay una manera de comprobarlo”, escribe Marco hoy en el periódico local antes de acercarse a la plaza central y comprobar la situación de la sombra proyectada por la torre mayor, una de las más sobresalientes de las catorce que la ciudad alberga con orgullo. 

            –“Ayer llegaba hasta aquí”, señala mientras marca los adoquines con una tiza blanca para demostrar que el sol alarga por más tiempo su posición mientras el invierno cae vencido por la longitud de las tardes.

            –“Mañana será otro día” –añade alterado– “más largo si cabe”.

           Las Torres de Ardinghelli tienen de sobrias lo que tienen de altas, pero cuando se incendian con la luz del atardecer son como hachones alumbrando el pórtico de una iglesia renacentista. De todas formas tampoco le falta tiempo a Marco para pavonearse ante sus lectores, que a la sazón no son más que un centenar de vecinos de una comunidad que sobrelleva el invierno con resignación hasta la llegada resuelta del verano. En esta ocasión ha escrito una columna en el periódico titulada “La vida desde el cielo”, después ha propuesto a sus lectores que le hicieran partícipe de las sensaciones que pudieran tener a estas alturas del invierno. La propuesta supone también la posibilidad de compartirlas por la radio local desde hoy hasta el próximo 21 de marzo, que es cuando la entrada del equinoccio de primavera se abre paso al amanecer entre la Torre Grossa y la del Diavolo.

            El cuarto poder en San Gimignano no es que sea una institución al servicio del insignificante Marco –il giornalista a tempo pieno– como suele bromear en su círculo de amistades pero no es menos cierto que a veces sus crónicas han llegado a sobrepasar los límites de la comarca y han tenido eco en algunos cenáculos de Florencia. Esta tarde precisamente ha recibido en el locutorio, desde el que retransmite de madrugada el programa local y que invariablemente se abre y se cierra con la Sonata para Flauta en Fa mayor de Johann Sebastian Bach, la visita de una antigua colega que acaba de  llegar de China.

            –”Te prometí una semana, y aquí estoy” –comenta la amiga mientras el jet lag resalta la hinchazón de sus ojeras.

            Entre tanto el invierno quiere decir su última palabra antes de pasar la responsabilidad a la nueva estación, que de aquí a cuatro días gobernará durante los próximos tres meses. “No te rindo la ganancia” –parece decirle al otoño por lo bajo. Y su comentario –el del invierno, claro– no ha sido otro que el de presentarse acompañado por un cielo gris plomizo y una lluvia leve, molesta sobre todo por la frialdad de sus gotas.

            Desde hace días, el avance de una nueva epidemia se ha apoderado de Italia y va extendiendo sus garras sobre el resto del continente. Rossella Manzi le cuenta que China se ha cerrado sobre sí misma, y que apenas se conocen las consecuencias de una reclusión tan espartana. Ella ha podido salir de allí no sin secuelas tras un confinamiento absoluto. Cualquier ruido ahora la asusta, el insomnio se ha instalado en su rutina, la debilidad le impide combatir el temor a enfrentarse al futuro, que a estas alturas no parece proyectarse más allá de una implacable primavera.

             –“Al pasar por Bérgamo he visto camiones militares haciendo cola ante la incineradora del tanatorio” –añade antes de retirarse.

            Desde el locutorio, Marco modula la entrada de la flauta en la sonata de Bach y da comienzo a su programa, el cual aún puede oírse en la Piazza della Cisterna desde el Café Rossi porque es el último siempre en cerrar. Marco sabe que hoy a esas horas apenas unos pocos parroquianos estarán saliendo furtivamente del Rossi en tanto que Bach juega con la lluvia en la plaza. Sabe también que Margherita Bianco, la bibliotecaria, se demorará unos minutos antes de correr las cortinas para acabar escuchando tras la ventana los últimos compases de la sintonía radiofónica. Sin embargo, lo que no sabe, mientras desgrana su propuesta para la inminente primavera es que hay un revuelo bajo la lluvia que ha segado de golpe las flautas y el clarinete, que ha hecho enmudecer al músico sajón y que las luces azules de una ambulancia de la Croce Rossa rebota en las paredes de la plaza. Tampoco sabe Marco que en el encuentro de vientos al final de la Sonata, un golpe seco ha silenciado el entorno al desplomarse la instalación eléctrica cuando el cuerpo de una mujer cae sobre el toldo del Café. A media noche un charco de sangre acaba por cubrir las juntas del empedrado y aquellas marcas de tiza que al atardecer señalaron la sombra de las torres.

            –“Desde la Torre del Diavolo, Marco Bedendi. Bienvenidos a esta nueva emisión de La vida desde el cielo que hoy empieza a despedir el invierno”  –anuncia ajeno al espanto que sucede a los pies de su emisora.

II

           
            Giusseppe Corrado se levanta temprano e inicia, como todos los días desde que se instaló en San Gigmignano, el recorrido a pie por las calles de la ciudad. Para Corrado hoy es un día especial, diríase que extraño, porque el Gobierno ha decretado un toque de queda que empezará a medianoche y no quiere desaprovechar este último día. No sabe por qué al salir de casa se ha fijado en la torre de Ardinghelli y ha vuelto a sorprenderse ante el litigio que mantiene con la del Diavolo. La primera vez que las vio también fue una mañana pero en aquella ocasión no había más disputa que la del sol abriéndose paso entre las nubes.

            Mientras cruza la plaza se fija en Marco. Verlo agachado haciendo marcas con una tiza ya no le causa sorpresa. Para él todo es válido con tal de tener un motivo para escribir un artículo o darle vueltas a cualquier episodio en un monólogo que en ocasiones tiene que interrumpir con alguna pieza por antena para controlar el tempo del relato. A veces son tan rompedoras que cuando retoma la narración consigue cambiar el rumbo de la historia, como pasó ayer tras pinchar una balada de Wynton Marsalis.

             –“Ayer llegaba hasta aquí”  –le dice Marco al pasar junto a él.

            Antes de comenzar el circuito por las calles que parten de la plaza, se acerca a la puerta del Rossi en donde Margherita está leyendo el bando del ayuntamiento que el propietario ha pegado en el cristal de la puerta. Él no ha tenido la necesidad de acercarse a leerlo porque la palabra confinamento  lleva en boca de los italianos desde hace más de una semana.
           
            –“Hoy a medianoche cierran la ciudad” –explica Rossi.

            Giusseppe lo conoce desde hace más treinta años, y no sabe por qué ha recordado ahora el día que abrió el Café. Entonces Carla, su mujer, le animó a sentarse en una de las mesas que Rossi estaba colocando la mañana de la apertura. Lucía un sol espléndido y Carla le dijo que algún día, cuando dejaran el vértigo que los obligaba a estar separados, le gustaría acabar en esta ciudad, en esta plaza y pasar juntos la última parte de la vida. No había recordado aquella escena desde entonces y tampoco cuándo tomaron la decisión de trasladarse a este lugar. Giusseppe diría que fue algo que siempre había estado ahí, lo sabían en aquellos veranos cuando mediaba septiembre y decidían pasar allí la última semana antes de regresar a la vorágine de Milán. Recuerda también la astenia del regreso, la pátina gris de las piedras y la tensión permanente de conducir por la Tangenziale. Recuerda bien esa atonía que le acompañaba siempre al final del verano, algo que no le sucede desde que se trasladaron a San Gimignano, es más su actividad parece haberse renovado desde que sobrepasó la línea blanca de la sesentena.
           
            Esta mañana quería demorarse un poco más en su paseo, descender hasta la entrada desde Volterra y volver a subir a ritmo lento, muy lento. En ocasiones, cuando trabajaba en alguno de sus cuadros, le gustaba airearse, volver a  madurar las ideas que en la noche le asaltaban como manifestaciones de una obra sin par y que a la luz del día empezaban a demostrar la naturaleza humana de lo que en la vigila parecía divino.  Por eso, cuando Margherita lo miró después de leer el bando, lo asaltaron primero la turbación por la expresión de la bibliotecaria y la indecisión después. No arrancaba, no se decidía a dar los primeros pasos hacia la plaza del Duomo y recorrer después la Via San Matteo. Tampoco tuvo tiempo de tomar ninguna decisión. Un grupo de carabinieri lo interrumpen sacándolo de aquella quietud con la orden de que se marche, que todos “despejen la plaza y eviten salir de sus casas a menos que sea estrictamente necesario” –requieren presurosos.

            A la policía la sustituye pronto un reten militar que desde primeras horas de la tarde son las únicas personas que transitan por las calles, a excepción de una joven que se acerca a ellos para preguntarles por dónde se va a la plaza de la Cisterna, y que a su vez ellos tratan de averiguar también de dónde viene, y Corrado que lleva toda la tarde pintando en el taller que da a la plaza oye como ella les informa que ha regresado hoy a Italia.

            –De Shangai. He llegado hoy a Milán” –confirma la mujer.

            Desde la ventana Corrado la ve dirigirse hasta la torre de Ardinghelli a cuyo costado está la casa de Marco Bedendi. Allí la pierde de vista, justo cuando se encienden las farolas de la plaza y las torres vuelven a incendiarse ahora bajo la amenaza de las últimas lluvias del invierno. Durante toda la tarde ha estado trabajando y se ha permitido a ratos compaginar la pintura con las últimas páginas de Bomarzo que tenía encalladas desde finales de enero. Ha concluido también que a su trabajo todavía le falta algo para convertirse en la obra que proyectó.

            –“Déjalo ya” –le ha recomendado su mujer.

            A la llovizna de la tarde le ha seguido un aguacero que Carla y Corrado contemplan juntos al filo de la medianoche. No oyen más que el crepitar del fuego en la chimenea y, han creído advertir la precipitación también de los últimos parroquianos que furtivamente salen del Rossi. De pronto se va la luz y la plaza queda completamente a oscuras.

            –¿Qué ha sido ese ruido? –se preguntan al unísono.

III

            Margherita Bianco ha decidido que desde hoy no pasa sin concluir el catálogo de los códices que hace unos meses encontraron en la Collegiata de Santa María Assunta. Entonces el director del Comune le encargó la ordenación de los bocetos del pintor Barna de Siena, autor de los frescos del templo. Hace dos meses que debía haber enviado la documentación al departamento de Arte de Florencia, por eso hoy ha decidido adelantar su jornada y acudir más pronto a la biblioteca.

            A esas horas de la mañana le ha sorprendido el grupo de personas que se arremolinan ante la puerta del Café Rossi. Tampoco es que quienes se acercan permanecen más tiempo después de la lectura del bando para hacer algún comentario sino que continúan su camino con cierta preocupación en el rostro. Tras leer el pasquín  Margherita da media vuelta y se encamina a la Vía San Matteo pero antes tropieza la mirada con la de Giusseppe Corrado que presumiblemente tiene la misma intención, y sin embargo, como a él, unos carabinieri le impiden entrar en la plaza del Duomo. Le ordenan que regrese a su casa. “Hay toque de queda”–informan los agentes. No espera ninguna otra explicación y se dirige a su casa, que también se encuentra en la misma plaza que la de Corrado.

            Mientras camina deprisa no se percata de la presencia de Marco agachado cuando realiza unas marcas con tiza blanca sobre el empedrado de la plaza. Por lo general, en lo que concierne a Marco siempre está atenta a todas su actividades, hecho que no pasa desapercibido en su círculo de amistades, pero hoy en realidad es que no lo ha visto. No piensa más que en lo que está sucediendo desde hace varias semanas en Europa, y sobre todo en lo que concierne a Italia.

           
            –“Margherita” –una voz llega desde el arco de la Cisterna. Carla Mantovani le pregunta qué ocurre, y mientras recibe la respuesta sobre lo que le han dicho los carbinieri comprueba que su marido está regresando por orden de los agentes y hace una señal a Carla para que se recoja y suban juntos a casa.

            –“Hay confinamento” -informa Corrado. “A partir de medianoche no se podrá salir” –añade. “Hasta entonces solo podemos hacerlo por una razón justificada”.

            Margherita, una vez en casa, ve desde la ventana como Marco habla con los agentes y en su calidad de periodista está tratando de recabar información sobre los últimos datos del curso de la pandemia y los cortes de tráfico. Cuando lo ve así, trabajando, cuando reconoce en él esa misma resolución que encontró la primera vez que se vieron, ve a otra persona y que esa naturaleza es en realidad su verdadera personalidad. Aquí en el reducido universo de una fortaleza medieval no tiene muchas oportunidades de demostrar su valía y, sin embargo, en alguna ocasión y sin querer delatar sus sentimientos, le dijo que él no tenía que demostrar nada a nadie, que una buena historia contada a medianoche y el violonchelo de Boccherini al fondo no podía tener mejor carta de presentación.

            –“¿En serio? –inquirió entonces Marco mientras percibía en ella el rubor ante la pregunta.

            Desde el salón de casa, mientras adelanta en el ordenador parte del trabajo sobre la Collegiata, y sobre todo el catálogo de los bocetos que Barna de Siena ejecutara poco antes de morir al caer del andamio mientras trabajaba en el fresco de San Sebastián y la rueda de prensa del presidente Conte, puede escuchar con nitidez el diálogo que los militares establecen con una joven que pretende acceder a la plaza.

            –“¿No sabe que estamos en quarantena? -pregunta el militar. “¿De dónde viene? –añade sorprendido.

            –“De Shangai. He llegado hoy a Milán” –confirma la mujer.

            Entonces Margherita reconoce esa voz. Reconoce en aquella mujer que carga con bolsas bajo los párpados y le hunden más si cabe los ojos, a Rossella Manzi, la periodista que acompañó a Marco durante las primeras semanas al llegar a San Gimignano. Recuerda también el cambio de él cuando se marchó, el inicio de algunas excentricidades que para algunos todavía mantiene y el tiempo que tardó en recuperar el tono vital y que hasta ahora mantiene singularmente alto.

            Al finalizar la tarde las nubes empiezan a hacer su aparición y el entorno de la plaza se enciende en una explosión de luz anaranjada. Margherita sabe que es cuestión de tiempo que la lluvia acabe por apagar las torres de Ardinghelli y que Marco     comience su monólogo bajo las flautas de la Sonata de Bach al filo de la medianoche. Poco después comprueba que los últimos parroquianos salen furtivamente del Rossi cuando descorre las cortinas. El aspecto de la plaza vacía mientras la Sonata enfila los últimos compases junto al aguacero dura tan solo unos segundos. Después la luz y la música desaparecen como disueltas en el agua y no tarda más que un instante en comprender cuál es el motivo del golpe que ha desencadenado esta oscuridad.

            –“¡Oh! No” –grita angustiada.

IV

            Cuando Rossella Manzi aterriza en Malpensa es requerida en el control de aduanas por un agente de paisano. Al carabiniero le extraña su aspecto enfermizo, la falta de equipaje tras trayecto tan largo y la insistencia de un pastor alemán que se demora algo más de lo habitual con ella.

            –“¡Acompáñeme!” –ordena el agente.

            Como es italiana un funcionario de aduanas la lleva a un despacho contiguo a la zona en donde otros agentes están inspeccionando los equipajes a un par de viajeros. Es una zona interior, de oficinas y en la que un oficial de aduanas le pregunta si está enferma antes de solicitar que le tomen la temperatura.

            –“Treinta y seis y medio” –señala el agente.

            Mientras el funcionario hace gestiones para comprobar si tiene algún requerimiento o si se encuentra por alguna razón en la base de datos de la Sicurezza Esterna, Rossella decide que no se quedará en Bérgamo, que es donde vive o ha vivido de forma intermitente durante los últimos diez años. Recuerda los días azules de su paso por la Toscana, la promesa que le hizo a Marco la última vez que se vieron, aquellos días que fueron para ella una bocanada de aire fresco antes de iniciar sus largas temporadas como freelance para una agencia internacional de noticias.

            –“Puede marcharse. Gracias” –informa el agente mientras le devuelve el pasaporte.

            Solo pasaría por Bérgamo para tomar un tren hasta Porta San Giovanni. El viaje, su último viaje había durado demasiado. Un periplo en el que había encadenado media docena de países y postergado conscientemente muchas otras obligaciones que le afectaban personalmente, tanto que durante una de las estancias en Nepal recibió la llamada de su oncóloga recordándole que había faltado a dos revisiones. La sensación de que ella empujaba al mundo y no al revés le impedían pensar en algo que tal vez la estuviera devorando por dentro. “El próximo mes vuelvo a Italia” –le contestó. “El próximo mes” –repitió, y entretanto llegaba a China a mediados de enero.

            La estancia en el país se complicaba tanto como su salud. Tras dos meses de aislamiento absoluto su salud y su ánimo habían empeorado tanto que por eso la esperanza de ver la luz entre las dos torres de San Gimignano se le antojaba como el último y más sano de los deseos.
           
            Llegar a San Gimignano acercándose desde Volterra y subir despacio, muy despacio como le gusta también a Corrado supone para ella una liberación mientras zigzaguea por calles inopinadamente desiertas. No es la amenaza de lluvias, es que hay algo extraño en el ambiente, más bien es la ausencia de turistas que por lo general dificultan el paseo por estas calles estrechas, y esa sensación de vacío la acompaña hasta llegar a la explanada del Duomo. Un momento antes de entrar bajo el arco de la plaza una pareja de militares que parecen custodiar la ciudad le preguntan adónde va y  sin esperar respuesta ante su aspecto enfermizo le preguntan más interesados, si cabe, que de dónde viene.

            –“De Shangai. He llegado hoy a Milán” –contesta Rossana.
           
            Mientras se encamina hacia un costado de las torres de Ardinghelli se fija que en el Rossi algunos parroquianos apuran el café ante el presumible aguacero que amenaza esta tarde de marzo. Se fija que las cortinas de algunas ventanas tremolan por la acción de alguna mirada furtiva o del viento que empieza entonces a levantarse, se fija en las marcas de tiza sobre el empedrado que, ahora sobre el fondo oscuro del granito, parecen junto al juego de las juntas de los adoquines, las incisiones de un extraño petroglifo.

             Pronto alcanza la puerta lateral de una de las torres que da acceso a la emisora de Marco. Recuerda que la casa ocupa la primera planta y que para acceder a la emisora hay que subir tres pisos más. Desde allí Marco tiene una visión amplia de la ciudad. Al llegar lo sorprende preparando el programa de noche.

            –”Te prometí una semana, y aquí estoy” –anuncia Rossana mientras el jet lag resalta todavía más  la hinchazón de sus ojeras.            
           
            Hasta ahora no había sido consciente del cansancio acumulado desde que llegó esta mañana. Marco aunque sorprendido por lo inesperado de su visita es consciente de que Rossana necesita ayuda. Necesita dejar las maletas que no trae y colocar su ropa en el armario, cerrar el pasaporte y esperar a ver el último sol sobre la torre Rognosa que se alza frente a ella. Y en esa urgente necesidad, Marco se despide para subir a la emisora. Rossana lo mira y por primera vez parece haber recobrado una mirada más lúcida y transparente y se retira.

            Casi a medianoche, Rossana, asaltada por el insomnio que la domina desde hace meses recuerda que desde el matacán de la torre en donde ahora se ubica la vieja antena de la emisora, puede contemplar la ciudad encendida y, aunque la lluvia la acompañará dentro de unos instantes, se fija en los últimos parroquianos que salen furtivamente del Rossi, en las cortinas que tremolan tras las ventanas y cuando suenan las flautas en el último movimiento de la Sonata de Bach, Rossana comprende cuál es el sentido de esas marcas de tiza que ahora empiezan a diluirse en el agua, por eso antes de que el incendio medieval se apague bajo la lluvia, se libera del coronamiento de la Torre del Homenaje de San Gimignano y se deja mecer por flautas y clarinetes antes de apagar las últimas luces del invierno.

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