Comida con Rosendo Sánchez . Granollers
Mientras los B52 seguían repostando combustible sobre nuestras cabezas, abajo en Granollers, alguien ajeno a la guerra asaba tres docenas de calçots y dos butifarras de la tierra. Eso ocurría al mediodía, al anochecer Bagdad era una antorcha en mitad de un cuento de Sherezade. Tengo todavía muy presente aquella mañana porque recuerdo ahora el olor del pan recién tostado que llegaba de Casa Sila, el tintineo de las copas al paso de las camareras, y la genista haciéndose hueco en un desconchado, pero por encima de todo recuerdo los surcos de nata de un cuatrimotor que araba el cielo durante la sobremesa.
Así era Europa, pero la Europa de Mantel y Fonda, la de la Casa Grande, la que no sabe de Convergencias, aquella que no está donde la imaginábamos. La Europa que yo conocí aquel día se hallaba entre la Plaça de Pau Casals y el Carrer de la Esperança, y aquella si que era una Europa múltiple, una Europa de colores y de formas que estallaban en medio de la calle, porque en aquel rincón del mundo la tradición y la memoria lograron hacer un sitio para todos.
Y así fue como Rosendo Sánchez me llevó aquel día a la “Fonda Europa”, un restaurante que tiene algo de termas romanas y cafetín de Montmartre, en definitiva, un restaurante mediterráneo con devaneos franceses en sus salsas. Y comoquiera que Sánchez opina que para meterle mano a semejantes manjares cualquiera que tenga la conciencia limpia tiene inevitablemente que acudir a los clásicos, nada más acabar el primer plato, éste logró abrirse paso a través de los meandros de la memoria y se plantó ante la extraordinaria Historia de Roma de Indro Montanelli.
–¿Has leído alguna vez Los comentarios a la Guerra de Julio César? –me preguntó de golpe mientras mojaba un espárrago en la salsa de almendras. Pues no sabes lo que te pierdes –añadió mientras servía un Raimat Cabernet Sauvignon del 98.
La conversación saltaba entonces de Herodoto al Rapto de Las Sabinas con la misma soltura que en la mesa contigua un camarero limpiaba de espinas un rodaballo.
–Conocer la Historia es como aliñar una ensalada –sentenció. Hay que revolverla con cuidado para no desbaratar la lectura del aceite deslizándose por los lomos de una lechuga.
–Por eso la verdad requiere tanta delicadeza –afirmé mientras oteaba el cielo por un resquicio de la ventana.
–¿Qué sería entonces del futuro si un buldogzer hubiese excavado Pompeya? Por cierto, ¿has probado la pasta de sésamo? Dicen que aquí hacen una mezcla de nueces y almendras y luego aderezan todo con las semillas de un ajonjolí muy especial, uno que crece a los pies de un anfiteatro romano de Liguria.
Entretanto llegó el rodaballo, desnudo, como llegan tantas cosas en la vida, y fue precisamente ese equívoco desamparo el que nos sorprendía al estallarnos en la boca toda la fuerza del Mediterráneo. Entonces uno podía visitar los bajos de Europa saltando de isla en isla, aliviar la canícula en una alberca a los pies del Ateneo, o escudriñar el horizonte al atardecer mientras el sol anaranjado del Líbano se acomodaba en una alfombra imprecisa de cedros.
Así, en ese mismo sosiego proseguimos con el vino que ya no parecía un Raimat sino un caldo rubicundo y rojo, como aquellos fastuosos vinos de Chipre, siempre perfumados con resinas. Hablamos luego de las hierbas que hicieron política, del opocárpaso, del zumo de la thapsai, del eléboro y la ixia; hablamos también de los tratados antiguos que frecuentaban el arte del suicidio con áspid, hablamos de la traición, de la venganza, del incesto. Alguno de los dos habló después de Cayo Mario –un impresentable que odiaba el pescado– y de la guerra; hablamos de la torta de jengibre, de los huevos fritos y de Cornelio Sila, aquel embajador de Roma que logró imponer la paz al rey de los númidas –Yugurta el Grande– mientras éste sorbía con desgana un enorme tazón de leche.
Y así llegamos al final esperando una moraleja, acaso algo de Sherezade, no sé, un pasaje de Las mil y una noches o quizás una declaración de principios, algo en definitiva para olvidar las falacias de esta primavera. Pero no pasó nada, acaso Tiberio, que de morabito y oro, pasó ante nosotros con un racimo de dátiles mientras de nuevo un cuatrimotor seguía arando el cielo durante la sobremesa.
–A las fuentes amigo, a las fuentes –señaló Rosendo. Y la próxima vez le haremos los honores a Cornelio Sila –añadió. Tendremos que probar el sésamo de ajonjolí y las berenjenas fritas en un rebozo de miel, pero me temo querido colega, que allí las copas nunca tintinearán al paso de las camareras.