Tres bocanadas de niebla
“Lo que se ve desde la ventana donde uno soporta la vida con placer, eso es la patria”
José Manuel Caballero Bonald
Primera
A las diez de la mañana zarpa puntualmente la primera lancha que va a Mugardos, y él, Eusebio Andrade la ve partir como ha visto partir tantas cosas en la vida, sin inmutarse, con una expresión deshabitada, casi de abandono podría pensarse, solo que hoy, a esa equívoca actitud, añade Andrade un gesto involuntario cuando al levantar las solapas del gabán se fija en sus manos ya ajadas: manos desabridas por la sal y las maromas y piensa que su vida ha ido transcurriendo también a trompicones, como la del vaporetto que ahora dobla la bocana del puerto en medio de la niebla: “Eusebio, rapaz, coidado coa néboa que é unha muller moi vingativa» solía decirle su madre aquellas mañanas, ahora ya lejanas, mañanas de colegio, plenos los bolsillos de aventuras y canicas, ahítos de una bruma que en su poderío de sombras y humedades conseguía descorrer el blancuzco telón que cubría el puerto de Ferrol, ese Ferrol vello que entonces se le antojaba como el más misterioso de cuantos puertos podría desembarcar marinero alguno y tras el cual convivían las chalupas haciéndose a la mar para las faenas de bajura, los remolcadores picados por la viruela de los neumáticos que colgaban a sus costados, los bacaladeros que según decían siempre acababan faenando en el Gran Sol, y sobre todos ellos sobresalía el Galatea, aquel velero de la Armada que en el 41 pasó tanto tiempo en reparación que al final todo el mundo en la ciudad lo conocía por el sobrenombre de Escuela de sirenas, y así, sin inmutarse, si exceptuamos el esquivo gesto del gabán, Eusebio ve partir el vaporcito de Mugardos mientras recuerda la lejana mañana en la que dobló por primera vez esta misma bocana en un carguero con destino a Buenos Aires, pero entonces la niebla era mucho más espesa, tanto que a punto estuvo de hacer zozobrar al vaporetto que navegaba a su lado: ¡Carallo! —oyó gritar al patrón cuando el golpe de mar casi lo empotra contra la escollera de babor—, ¡Vaya prisas! seguía oyéndose a lo lejos, pero para Andrade, Ferrol ya había perdido el viejo misterio de canicas y humedades, empezaba a ser vello de verdad aquella misma mañana, poco antes de doblar la bocana, cuando echó la última mirada a la ciudad: “adiós Eusebio, y no te olvides de traerme algo de mate” gritó el patrón desde la chalupa mientras se sacudía el tafetán empapado, “adiós Manoliño” —gritaron al unísono los marineros que reían agarrados al cabrestante de popa. “Adiós Eusebio”.
Segunda
Fue al desembarcar en el otro lado del mundo cuando recordó entonces la anécdota que el rito de los mates hubiera llevado hasta el viejo puerto un fornido marinero argentino: “El mate es un juego de sugestiones —sabés. Si tu querés alcanzar los más validos momentos de la felicidad y la quimera, debés aspirar con fruición un mate a la puesta de sol” y Eusebio que apenas había salido de aquel protectorado que formaba la ría de Ferrol quedaba absorto ante los relatos de aquel mago que tenía una clepsidra como amante: “Sorbe Eusebio que la vida tiene esa embajada entre el gaznate y la tripa” —decía el argentino— pero ahora se le antojaba ya una existencia sin retóricas, lejos de la apretura del mundo rural y escueto; una existencia, presumía Eusebio, que sería la culminación de sus sueños, aquellos que empezaron a gestarse en el verano del 55 apoyado en la balaustrada del cine Arriví de Cedeira y desde cuyo anfiteatro veía como se proyectaba sobre las noches claras de verano un mundo sofisticado en el que las mujeres bonaerenses empezaban a liberarse mientras ponían de moda el saco blazer y las camisas blancas; el sueño de los peronistas que aquel mismo año saltaron por los aires en otra noche igual de clara como las de Cedeira entonces; sueños que acababan siempre en Puerto Madero y en el barrio de Belgrano y, que en ocasiones, como un fogonazo durante el pandemonio obligado del NODO, iluminaban la platea del Arriví con un esplendor de casas majestuosas en cuyas fiestas se oía, por encima de las demás voces, algunas cuyo acento era cadencioso y húmedo, descubriéndose entonces a otros gallegos que antes que él marcharon a la conquista del éxito en toda su plenitud, voces húmedas, así como húmedas a veces eran también las miradas que atravesaban la pantalla y se quedaban por un instante mojando las sábanas blancas del Arriví en mitad del verano, algo de bruma tal vez o de morriña como a él, que se dejaría después media vida en los manglares, en la extenuante amplitud de la Pampa o en la profundidad de los versos de Martín Fierro, a los que acudiría Borges para montar el primer relato del Aleph.
Tercera
Entonces Eusebio volvió a subirse las solapas del gabán, porque en Ferrol a mediados de Noviembre, si no llueve, sopla un viento que deja los recuerdos como esas viejas fotografías en sepia, algo así entre la desolada rotura de un campo a medio arar y la desazón con la que las limonitas se acomodan en nuestra memoria, pero Eusebio ya estaba de vuelta de todo, y comenzaba a llover ligeramente, volvía a soplar el viento y de los canalones, como venas primitivas, el agua caía a raudales; las calles de este atardecer parecían espejos en los que la memoria dejaba reflejar los recuerdos, la mohosa sensación de que la vida es una declaración de intenciones y que el destino, en realidad, es un contrato cerrado lleno de cláusulas ocultas, por eso Eusebio caminaba sin guarecerse bajo las marquesinas podridas hasta llegar a la vieja casa, destartalada y húmeda en la que vive desde que regresó de Argentina hace ya veinte años, los justos que lleva paseando entre el puerto y La Malata, de entre los cuales elige cada noche el recuerdo de Celia alisándose el cabello antes de salir para el trabajo, elige el olor a manzanas de su pelo y el sonido de sus tacones resonando en el piso, aunque no puede remediar el asalto también de otros recuerdos más persistentes y dolorosos como los de aquellas fiebres con las que se batió en duelo y cuya victoria le costó una persistente cojera, o acaso la barahúnda que asoló una mañana la entrada a la mina donde trabajaba y la anegó hasta las entrañas, dejando en un lodo de barros negros, la esperanza y los sueños de tantos aventureros que como él soñaban con la vuelta a la patria para asomarse a una ventana y ver pasar la vida con placer, por eso para Andrade en este puerto de Ferrol puede contemplarse él también desde el reverso del espejo, puede asomarse al otro lado y sacar a bailar a Celia, recobrar la sensación de las manos en su cintura, el vuelo de su falda mientras la música la envuelve y la acaricia como si sonara sólo para ella, acaso puede regresar a los santuarios porteños del tango a los que Celia auscultaba con el oscuro deseo de liberarse en el centro de la pista y el temor de que esa misma liberación pudiera entregarla al mar de brumas azules del tabaco, cuya irrespirable atmósfera conlleva irremediablemente a la rendición, y Eusebio que sabe que al otro lado del espejo siguen estando los bacaladeros y el Galatea, se deja confundir cuando el agua se riza a lo lejos y cree contemplarla en el pantalán de Mugardos, cerca de la bocana, con los pies coronados de espuma y los brazos recogidos sobre la espalda mientras le susurra al oído una canción, como cuando caía algunas tardes en la morriña absoluta del verano austral; y por eso ahora, el gesto esquivo del gabán no es más que un ligero apunte, una marca en el libro de los recuerdos al que volverá indefectiblemente todas las mañanas que le quedan, a eso de las diez cuando parte puntualmente el vaporcito que va a Mugardos.