Hay calles que matan

Hay recurrencias nefastas que se citan a sí mismas inevitablemente como una broma pesada. Hace unos días, en Madrid, a principios de junio de un año tan siniestro como el que nos ha tocado vivir, un hombre fue apaleado en la calle. Si no fuera porque la violencia ha tomado ya carta de naturaleza en nuestras vidas, un episodio semejante enrojecería a cualquiera, sobre todo, al conocer que el ataque, como si fuera un insólito despropósito, volvió a suceder en una calle de Madrid llamada de los Derechos del Hombre. Volvió a ocurrir. Esta vez, el varón era magrebí, boliviano acaso, albanés, croata, subsahariano, anabaptista, turcochipriota, endecasílabo, abstenionista o bagdadí qué más da. Nunca lo sabremos, solo sabemos que fue apaleado bajo la placa de la Declaración más vulnerada de cuantas se han proclamado y a unas semanas de distancia de las Elecciones al Parlamento Europeo.

Madrid. Junio de 2004

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(Publicado en la revista literaria «La bolsa de pipas» Nº 22/D.L. PM 413-2000 Marzo de 2001.)



Que hay calles que matan es un hecho evidente. Hace unos días murió un hombre de color como resultado de ello, al menos la policía de Arrecife (Lanzarote) afirma que «a Antonio Fonseca lo mató el retrovisor de un coche aparcado en la calle».


Aquel día, el negro Fonseca, paseaba tranquilamente por la calle De La Igualdad cuando fue reducido por las fuerzas del orden. Lejos de amedrantarse ante lo significativo de aquella calle, la policía lo metió en un portal y se produjo una refriega de la que no tenemos conocimiento. Fonseca -suponemos- trataría de explicarse; argumentaría que él era un ciudadano con residencia legal en España, sacaría a relucir la Carta Magna, la Declaración de los Derechos del Hombre y todas las demás igualdades que nos asisten en un Estado democrático. Pero al parecer Fonseca no resultó convincente y por eso al zafarse de los guardias huyó calle abajo. Acosado por sus captores tuvo la mala fortuna de iniciar la huida por la calle De la Porra. Sin duda, aquel no era un buen sitio para huir estando bajo la amenazadora sombra de los agentes y del peso de aquella inquietante calle. Por eso Fonseca decidió recortar su carrera y desandar de nuevo los pasos. Un hombre como él, acostumbrado a dar explicaciones hasta por su sola presencia en el mundo, estaba mejor dotado que sus perseguidores, así que reinició la huida por la calle De La Igualdad. Pero evidentemente Fonseca nunca fue un hombre afortunado, porque al llegar a la Avenida de lo que él creía era la Gran Avenida de la Libertad, giró a la izquierda en una vieja y angosta calle: la Del 18 de Julio. No sabemos lo que le hubiera deparado el futuro si al llegar a esa calle hubiera girado a la derecha, pero en su alocada carrera Fonseca, agobiado, exhausto e imprudente tuvo la osadía de girar a la izquierda en aquel oscuro callejón del pasado. Si al menos el hostigamiento hubiera tenido lugar en París, durante el 18 del Brumario, tal vez hubiera tenido alguna oportunidad, pero no, sucedió en Canarias, en verano, casi al final del segundo milenio, durante la mayor oleada de inmigrantes registrada en la Historia, en la calle Del 18 de Julio. Era, por tanto, éste, un final previsible.

¡Si hubiera girado a la derecha! Si hubiera girado a la derecha hubiera llegado a la Avenida de José Antonio, donde hubiese encontrado por fin el orden restablecido, y en todo caso, un poco más adelante, girando de nuevo a la derecha, hubiera podido contemplar a las marciales huestes del coronel Bens desfilando por su calle. Sólo entonces hubiera comprendido porqué a veces no hay placas en los cruces de caminos.

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