En cinco entregas…
El 19 de abril de 1706, el Marqués de Minas al mando de 14.000 soldados portugueses y otros 4.500 pertenecientes a la coalición anglo-holandesa al mando del general Galway, toman la ciudad de Alcántara; después continuaron su avance a la conquista de Coria, Plasencia, Ciudad Rodrigo y Salamanca poniendo rumbo hacia Madrid, en cuyo sitio entraron el 28 de Junio sin apenas rechazo. Cuarenta días más tardes abandonaron la ciudad antes de que los invasores pudieran ser diezmados por una brigada de resistencia extraordinariamente efectiva.
Alejandro Castelvecchio
Desde la Plaza Mayor de Alcántara
19 de Abril de 1706
Capítulo 1
Me encuentro en el interior del claustro del convento de San Benito de Alcántara. Atención estudios centrales. ¿Me recibís? Parece que hay alguna interferencia. A estas horas de la tarde todavía la actividad es frenética en los alrededores del refectorio en cuyo interior un centenar de soldados tratan de apagar el fuego que está devorando la parte norte del edificio. Han sido dos horas de escaramuzas alrededor de la ciudad, y por fin, al medido día de este 19 de abril de 1706, la ciudad ha caído.
La toma de Alcántara ha costado lo que en realidad vale esta plaza. Situada a orillas del Tajo siempre ha sido bastión difícil para las fuerzas que han pretendido invadirla. No en vano la proximidad del río Tajo y la orografía de lomas constituyen la mejor atalaya, así como una decena de cortes y quebradas que imponen un parapeto extraordinario, hecho este que no se le ha pasado por alto al general António Luis de Sousa, a la sazón segundo Marqués de Minas. “General, —interpela António de Sousa a su homólogo Galway— asegurado el puente de la ciudad, estos montes nos cubrirán la retaguardia” —asiente el inglés sin mucho convencimiento. Tras dos años batallando por tierras españolas, sabe que en este país no se está seguro nunca de nada y menos aún en estos días que corren, con el monte lleno de bandoleros asaltando patrullas en los caminos, y con el duque de Berwick que anda con el pavo subido desde la victoria de Badajoz hace ahora tres años.
No tarda mucho la soldadesca en dominar las llamas que devoraban el refectorio, por eso ahora, despejado de escombros, el convento ofrece celdas y aposentos a la oficialidad del ejército expedicionario. El conjunto que forman la iglesia y el convento de San Benito es un impresionante edificio del que destacan sus arquerías rebajadas con arcos de medio punto a dos alturas. Lo sorprendente es que su arquitectura presupone una riqueza interior pero lejos de ello la sobriedad inunda celdas y cenobios adyacentes. Entre tanto, los intentos de los soldados por expoliar algunas zonas del edificio más expuestas a la rapiña son zanjados de inmediato por el teniente Gonçalves. “Sargento —ordena cuando ve salir a un grupo de ellos trasladando un pesado arcón—, que lo devuelvan a su lugar de origen y arreste a esos soldados”. El teniente Gonçalves ha visto mucho botín y desacato desde que comenzara a bregar en la milicia allá por 1700, año en el que las desavenencias de austrias y borbones comenzaron tras la muerte de Carlos II, y que hoy los ha traído hasta este claustro extremeño. Pero atención, estudios. ¿Me recibís? Un emisario a caballo acaba de hacer entrada en el claustro a todo galope. Los cascos resuenan en la explanada del patio y dos soldados tienen que jugarse el pellejo para aplacar al animal cuya inercia casi tumba a un retén formado para relevar a la guardia anterior. Me acerco al corrillo que se ha formado entre el Marqués de Minas, el general Galway y el capitán Brites e intento conocer de primera mano las noticias que parecen llegar desde Lisboa. No he dado ni diez pasos en dirección al puesto de mando cuando el teniente Gonçalves me ha frenado en seco. “Lo siento señor reportero pero el duque de Berwick tiene orejas muy largas” —añade con sorna. Y la conversación, en realidad el monólogo, del Marqués de Minas está tomando unos tintes poco halagüeños para las expectativas del teniente que intuye una noche larga y complicada. “Los mapas del marqués y los espías de servicio me han quitado el sueño muchas noches” —señala apesadumbrado. “Cuente teniente. Cuente”—he requerido.
El cónclave de los preeminentes se disuelve de forma súbita ante un repique de campanas, no porque este suponga ningún peligro al ejército expedicionario que ahora descansa a las afueras de Alcántara, sino porque las órdenes enviadas desde Portugal por el rey Pedro II a través del correo recién llegado deben ser rotundas y claras. Y de aquí la marcha de los asistentes. Cada uno toma una dirección distinta. El capitán Brites coge la de la vaguada en donde las fuerzas portuguesas están montando las tiendas de campaña, y mientras lo hace va ordenando a cada a uno de los oficiales con los que se cruza que manden acordonar la zona y que vigilen los pertrechos abandonados en el campo de batalla; en cambio el Marques de Minas se inclina por la de la capilla de la iglesia y en cuyo trayecto se le ha unido piadoso el padre Mateus; y muy distinta es, sin embargo, la del general Galway, que ajeno a la actividad que invade el campamento, se instala en su tienda y se le oye ordenar al ayuda de cámara que le traiga una botella de ese nuevo vino de los portugueses elaborado con brandy y al que luego vendrán a llamar de Oporto. “En una copa limpia” —grita mientras el ordenanza camina ráudo hasta la desvencijada despensa.
El ruído es ensordecedor. Es como un enjambre de lo más variopinto. En la panoplia de sonidos destacan algunos como los que genera la actividad de los palafreneros al otro lado del campo, allí se los encuentra aliviando las monturas y los jaezes de las caballerías; pasando por el trasiego de los talabarteros que en su desenvoltura de cueros y correajes no son capaces de entenderse ni entre ellos; pasando por el galimatías de ollas y peroles que entran y salen de los carromatos apostados a la entrada del campamento; siguiendo por la instalación imprecisa del pañol de municiones, al cual el capitán Brites ordena redoblar la guardia. Todo es barullo y abundancia, desmesura, para ser más precisos porque al grueso de las tropas portuguesas que la forman doce mil hombres, habría que añadirles los cuatro mil soldados holandeses que forman parte de la alianza y desde hace dos horas habría que sumarles también, como resultado de la capitulación, 4.200 soldados españoles, entre los que se cuentan 6 generales y 128 oficiales, 47 piezas de artillería, 2.961 espingardas, 3.900 arrobas de pólvora, 1.800 balas de artillería, 360 cajas de balas de plomo, 6 morteros, 400 sacos de harina, 100 de cebada, 200 toneles de vino, y 105 caballos que junto con los dos mil que pastan bajo el puente de Alcántara, la gestión de semejante victoria es decididamente escandalosa.
—¿Le parecen infundados mis temores, señor reportero? —comenta con resignación el teniente Gonçalves. Las órdenes que acaba de recibir del Marques de Minas directamente es que traslade a los prisioneros, junto a los pertrechos de guerra obtenidos como botín, hasta Lisboa.
—Seis años al servicio del archiduque Carlos para que me hurten ahora la gloria en la toma de Madrid —añade indignado.
Capítulo 2
Apenas amanece cuando una enorme columna de hombres, animales y pertrechos va dejando el sol a sus espaldas. Antes de mediodía los cuatro mil soldados prisioneros entrarán en tierras portuguesas. Durante las primeras etapas del viaje tendrán la oportunidad de volver a visitar aquellas mismas ciudades que unas semanas antes defendieron. Tendrán ocasión de cruzar la tierra baldía cerca del cementerio en Ciudad Rodrigo, verán como se alejan de su vista las puertas de las murallas a través de las cuales ahora contemplan cómo los niños hacen corro al verraco de granito y cómo las muchachas los saludan camino del exilio. Podrán comprobar cuán pesada es la carga que portan mientras ascienden la cuesta de Coria a la que los antiguos llamaron Caura, precisamente porque la edificaron sobre una gran piedra elevada. Al mirar hacia abajo verán la entrada al valle mientras el Jerte discurre por las tierras de cerezos encendidos y mucho más atrás apreciarán borrosa la Vía de la Plata cuando a punto estén de entrar en tierras portuguesas.
Los seis generales españoles que los portugueses han hecho prisioneros van en dos coches de caballos separados de la oficialidad, la cual todavía tiene mando sobre los soldados que caminan cabizbajos algunos, hastiados los más después de comprobar que en muchas vaguadas todavía quedan soldados insepultos. Al agotamiento se le suma ahora la decepción y la esterilidad de una entrega que a la vista de los acontecimientos no tiene recompensa, piensan muchos, “ni tendrá mañana tampoco” —señala un artillero a su compañero de filas. La mayor parte de ellos, soldados de leva han sido arrancados de sus casas y sus campos sin comprender exactamente cuál es la razón por la que luchan.
En el lado opuesto, el de la Alianza austriaca, las cosas pintan distintas. El éxito y la victoria tienen esa capacidad de nublar el futuro inminente, ese que se oculta tras el brillo de los primeros oropeles, y que en el caso de la tropa no pasa de la rapiña en desordenado botín como el que trata de atajar infructuosamente el capitán Brites y que este reportero pudo comprobar la otra tarde a las afueras de Alcántara. Pero es un brillo que pronto se apaga con el polvo que van levantando los carromatos de intendencia y las dificultades que la Vega ha decidido imponer tras las leves cimas que bordean la sierra, por lo que que el ansiado botín se convierte entonces en una pesada carga cuartelera.
—Aparta del camino —grita el padre Mateus al cochero de una carreta.
Dos soldados holandeses, de brazaletes blancos en el antebrazo que los distingue como enfermeros, están tratando de cortar la hemorragia a un joven soldado portugués de apenas quince años.
La columna pasa a escasos metros del grupo que atiende al muchacho. Ajena a las vicisitudes de la marcha continúa su camino entre la polvareda que levanta la caballería cuando ésta toma un atajo ante la proximidad de la meseta. Al polvo que levanta se les une también el ruido ensordecedor de las cabalgaduras, y los gritos del herido se van ahogando cuando acude el doctor João y manda abrir un espacio al herido.
—Ponedlo sobre esa cuneta —ordena mientras le practica un torniquete con el tafetán que el soldado lleva desanudado en la mano.
No es el primer incidente al que ha tenido que asistir en estas primeras horas de marcha sobre Salamanca. La euforia de las victorias, la sed cercana del botín, el inminente saqueo están llevando a la fuerza anglo-portuguesa a una sensación de comodidad desmedida que empieza a cobrarse muchas víctimas gratuitas. El caso es que el joven, comprueba el doctor João, se ha sajado con la hoja de un alfanje sustraído, probablemente, de una de las casas solariegas de Ciudad Rodrigo. Era evidente que el tafetán desanudado que envolvía el arma no evitó que traspasara el uniforme del soldado por lo que en un tropiezo sin fortuna, el cuchillo acabó seccionándole la femoral. Tres minutos después el joven yacía en el fondo de la cuneta, en medio de un enorme charco de sangre. La última mirada, el último suspiro lo comparten alalimón el doctor João y el padre Mateus.
—Esta absurda guerra… —balbucea el doctor cuando el sacerdote lo interrumpe para dar la extremaunción al muchacho, y esto sucede en el preciso momento en el que el capitán Brites contempla la escena desde su caballo.
* * *
Hoy es 3 de Junio y la primavera se manifiesta con rotundidad. A mediodía el calor es sofocante pero Salamanca se encuentra volcada en la celebración del Corpus Christi. No es un jueves cualquiera. Desde hace días las huestes del coronel Leyba andan merodeando por las lindes del río Huebra con el propósito de evitar la expansión de los portugueses. A cada poco se oye el galope de la caballería a lo lejos pero, a veces, ante la proximidad de las tropas españolas que merodean en oleadas, el silencio de la procesión se rompe de golpe como si el cielo tronara sin la participación de nube alguna.
La llegada de la fuerza expedicionaria es inevitable. Apenas hay resistencia. Lo que hay es desprecio de la población que antes que entregarse sin resistencia, y sin armas como está, ha decidido seguir con sus vidas, ajenos por completo a la nueva situación, la cual se intuye ya ante la nube de polvo que levanta la infantería.
Entre tanto, el capitán Brites entra en la ciudad por la Puerta del Río. Le acompañan sesenta jinetes. Ninguno descabalga y el capitán entrega una carta de rendición al gobernador de la plaza. Le anuncia de viva voz que a las afueras de la ciudad hay acampada una fuerza militar de treinta mil hombres y le exige la entrega de la localidad, responsabilidad que no está reñida con la dignidad y menos aún con el sentido común.
—Le aconsejo que no demore lo inevitable —puntualiza Brites.
El capitán no espera respuesta ante la evidencia abrumadora de la situación y se retira cabalgando al trote con el convencimiento de haber cumplido su misión.
Al otro lado de la ciudad, el Marqués de Minas —ajeno a lo que acontece en la Puerta del Río— se dirige directamente hasta el Palacio de Monterrey en donde quiere montar su cuartel general y preparar el asalto a Madrid, pero Gallway, que es desconfiado por naturaleza, se acerca a caballo hasta la inconclusa catedral que es donde se recoge la procesión. Gallway sabe que no son exvotos ni cirios los que esconden en la sacristía, por eso hay un gesto de condescendencia ante la audacia y el decoro que demuestran. También porque hasta él llegan los rumores de que el duque de Berwick ha ordenado expresamente a los salmantinos que no ofrezcan oposición, que él se dirigirá a Madrid para proteger al rey que aguarda acontecimientos en una corte a la que todavía no le ha tomado la medida. Gallway sabe, sin embargo, que habrá escaramuzas, que el enemigo estará siempre enfrente, que estará presente en todos los actos por apacibles e insignificantes que parezcan, como esta misma procesión, como esa misma sacristía.
Los primeros soldados ya se aventuran por las calles de la ciudad, y los oficiales mandan asegurar plazas y posadas, y las órdenes sobre la toma de la ciudad se alternan con la prohibición de prender botín con violencia. “Como si la paga de seis cruzados fuera suficiente” —añade un pañolero que está forzando la cerradura del obispado.
Con diligiencia pero sin desmedro las calles del centro se van vaciando y solo se oyen los culatazos de espingardas que tratan de derribar portales y ventanas. Al atardecer Salamanca está tolmente tomada. El ejército ha obligado a abrir las tahonas y las bodegas, y anda requisando a los campesinos y comerciantes provisiones para alimentar a una milicia hambrienta.
Al anochecer la ciudad está oscuras, como si sus habitantes hubiesen desaparecido y solo quedasen soldados que van arrastrando pertrecheías de latón que resuenan en el empedrado. La vida solo se percibe en la explanada donde se ha instalado la milicia a las afueras. Sin embargo, algunos salmantinos escurridizos y osados se dirigen a la parte norte de la ciudad. “Dicen que por allí se van a unir a las fuerzas del coronel Leyba” —informa un herrero en un susurro.
—Me voy a la defensa de Madrid —añade mientras de un salto se acomoda en un carro en el que viajan también dos frailes que no pueden ocultar la fusilería mezclada entre los cirios.
—Les acompaño también a Madrid —añado entonces pese a su sorpresa.
Capítulo 3
El trayecto hasta Madrid ha sido duro, tanto que en las postas a lo largo del camino fue necesario cambiar tres veces las cabalgaduras. No hemos sufrido, sin embargo, más inconvenientes que los propios de un viaje en destartalado carromato, pero como contrapartida hemos gozado de la escolta constante de Antonio del Valle, sobre todo a partir de Ávila. Dicen que Del Valle comanda una fuerza de cuatrocientos jinetes con la que está haciendo la vida imposible al Marqués de Minas. No es algo nuevo tampoco para el general Gallway que ya tuvo que bregar con las constantes incursiones de la guerrilla, a pesar de lo cual tras una reacción impropia del inglés, metódico y flemático como es, logró llevarlos a la victoria en 1703, año en el que consiguió que Berwick doblara el espinazo en Badajoz.
—¿Cómo han dejado Salamanca? —pregunta uno de los jinetes a los frailes que prestos proceden a desembalar los cirios y las bayonetas.
—¡De procesión hermano! De procesión —ha respondido uno de ellos.
Madrid jamás defrauda. El día de hoy coincide con la entrada del verano. Uno de los frailes lo había comentado durante el camino. “Hoy a las seis horas y cuatro minutos entrará el estío” y ya eran las ocho y cuarto cuando hacíamos nuestra aparición en la Quinta de los Padres Jerónimos, que es la congregación a la que pertenecen los frailes artilleros.
El día luce espléndido en “el bullicio habitual de todos los lunes” —confirman los religiosos. Las calles y las plazas de la ciudad empiezan a llenarse de gente. Pero hay un ajetreo intenso, como de paseos apresurados, diríase que no hubiese un objeto claro de los quehaceres y que la brega y el trajín no fueran más que excusas para tomar la temperatura a la situación. De Palacio no hacen más que entrar y salir gente y mercancías, más bien salir que entrar, y más gente que pertrechos a tenor de la caravana que se está formando con dirección a las afueras de la ciudad.
Por lo que se sabe, el rey está haciendo llamar a la corte y a su escuálida guardia de corps para que le asesoren en el Consejo de Guerra que lleva celebrándose desde primeras horas de la mañana. Al mediodía vemos salir apresurado al marqués de Mondéjar que adelanta el paso para encontrarse con el conde de Santa Cruz, y que al contrario del primero se muestra eufórico. Tras un saludo precipitado toman juntos el coche de caballos del conde de Cerdeña que ha ordenado parar al cochero. Al paso por la puerta de Palacio, se los ve reír a carcajadas mientras el coche toma la dirección opuesta a la muchedumbre que está empezando a huir de la ciudad.
Tuvo que pasar una semana más en ese ajetreo para que Felipe V ordenase cambiar la capitalidad del reino y trasladar la corte a Burgos. Hasta allí deberían trasladarse también los tribunales y la reina, María Luisa de Saboya a la que acompaña su inseparable ayuda de cámara, la princesa Ursini que no es precisamente el ojito derecho de la Corte y Villa, ni del clero, ni de los granaderos del marqués de Aytona que gobierna sobre los alabarderos de la Guardia Real y a los que la Ursini torea un día si y otro también. Ana María de Termoille, princesa de Ursino por haberse casado con Flavio degli Orsini al quedarse viuda, se fue a Francia donde conoció a la amante de Luis XIV, Madamme Mainetenon, la cual convenció al rey que ya era conocedor de la debilidad del duque de Anjou, para que la enviara a España y asistiera a un joven e inexperto Felipe V. Así el rey francés colocó a la Ursini que a la sazón, hoy es la que en realidad gobierna el país. Y de ella la villa y corte está hasta la coronilla, por eso marchan riendo los tres del carruaje mientras otros, que estaban más bien cerca del rey, no demuestran precisamente ninguna alegría.
Tenemos noticias de que Felipe V acaba de redactar el decreto del cambio de corte en el que solicita expresamente a sus cortesanos que lo acompañen a él y a su Guardia Real hasta Sopetrán, en Guadalajara, en donde lo esperan acampados cinco mil infantes y tres mil caballos. Y hasta allá están empezando a marchar Ronquillo como presidente de Castilla, el duque de Medina Sidonia y los duques de Populi y de Osuna, a los que acompaña como jefes de la guardia real también el conde de Aguilar. Al final lo hará sin denuedo el marqués de Aytona como jefe de la infantería, y tras él, con caras de resignación unos, y de miedo otros, el Sumiller del rey, conde de Benavente al que le siguen los Gentileshombres de Cámara: el marqués de Quintana, el marqués de Jamaica, el conde de San Esteban de Gormáz y el mayordomo Mayor, Alonso Manrique. Son los últimos en abandonar la ciudad. El resto, “todos aquellos que no tengan oficio pueden hacer lo que les plazca” —puede leerse en el decreto de la capitalidad. Y ahora a esperar.
Pero no hay que esperar mucho. Mientras el último de los que apoyan al rey salen de los límites de Madrid, el marqués de Villaverde, a las órdenes del marqués de Minas está bajando con dos mil caballos los montes y ocupa las llanuras de lo que ha venido a llamarse el sitio de la Virgen de Genestal.
Al amanecer de este 25 de junio de 1706, las campanas de todas las iglesias tocan a rebato ante la polvareda que se anuncia por el oeste. Tocan solo con la campana mayor o grande y a buen ritmo, por espacio de diez o quince minutos. Primero una iglesia y luego otra, y hay un momento en que la ciudad entera estalla cuando coinciden todas al mediodía. El marqués de Villaverde que se ha pasado al bando contrario no cree que se deba a la euforia de un pueblo como el de Madrid, y menos cuando están a punto de entrar treinta mil soldados de leva y otros tantos, ingleses y flamencos bregados en el arte de la guerra y del botín. Le extraña tanto la situación que ha mandado un correo a caballo al generall Galway para que no baje la guardia cuando cruce el Manzanares. —“No son campanas de fiesta general, más bien parecen de difuntos” —escribe el de Villaverde.
Como si no fuera con él, el marques de las Minas se dirige al Pardo, que es desde donde va a dirigir la nueva ciudad, ciudad a la que le han hurtado la centralidad. Por eso en las calles no hay nadie. La vida transcurre en el interior de las casas, solo las contraventanas que se cierran al paso de las tropas, menos por miedo que por repugnancia, dejan las calles a merced de los espías y de los menesterosos que andan tratando de atraer a la nobleza hacia la causa austriaca. En un momento, en la explanada del Real Alcázar podemos oír la conversación del encuentro entre el corregidor de Madrid, marqués de Fuempelayo y de Diego Hurtado de Mendoza, conde de la Corzana, a la sazón el “elefante blanco” del momento, al igual que siglos más tarde hará el general Armada al pasearse por la carrera de San Jerónimo desde el Congreso de los diputados hasta hotel Palace durante toda la madrugada del 23F.
—No se aflija marqués —consuela el de Mendoza. Al fin y al cabo eso es lo que le ha ordenado Felipe.
Cabizbajo el corregidor, asume que en realidad son ciertas las palabras del conde y que tiene el deber de evitar el derramamiento de sangre innecesario, por lo que se apresta a jurar obediencia a quien acaba de tomar la ciudad en nombre del archiduque Carlos, en breve nuevo rey de España.
—Así se hará. Juraré obediencia al rey —proclama resignado.
—¿Ha visto qué fácil ha sido? —inquiere con sorna Mendoza. Y ahora páseme esa lista de los nobles que han decidido no acudir a Sopetrán y que, sin duda, abrazan también la causa del archiduque —ordena mientras sonríe ampliamente.
Antes de que le entregue la lista de nobles, la polvareda de la caballería se extiende alrededor de los Reales Alcázares en una sombría humareda como la que le sobrevendrá años más tardes al Palacio durante el incendio de Navidad de 1737.
—¿No querrá que la infantería haga lo mismo con las propiedades de esta nobleza que, por una u otra razón, es adicta a la causa del Archiduque Carlos? —añade inquisitorio mientras extiende la mano para recoger la lista que el de Fuempelayo le entrega cuando los primeros coraceros portugueses toman oficialmente la ciudad de Madrid.
—Veamos —lee el conde de la Corzana.
—Duque de Oropesa, marqués de Mondéjar, conde Cerdeña, Conde de Santa Cruz Lorenzo Manuel Fernández de Córdoba, conde de Lemos, conde de Haro, duque del Infantado Juan de Dios de la Silva Mendoza, conde de Gálvez, marqués de Leganés Diego Felipe de Guzmán, Mariana de Neoburgo, marqués de Carpio, conde de Palma, conde de Amayuelas, conde del Sacro Imperio, conde de Requena Luis Francisco de la Cerda Folc de Cardona y Aragón, duque de Segorbe-Cardona y de Medinaceli, Cristóbal de Poteu, José Rull, Francisco Comes —lee de un tirón.
—Vaya, vaya, el cardenal de Portocarrero también…
Seguirá…
Unos acontecimientos desconocidos.
Muy interesante el relato.
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Gracias. Me quedan las dos últimas entregas.
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