El Boliche de Don Pepe

El Boliche de don Pepe” José Viñals – Rafael P. Castells

Torredonjimeno. 2000

Atrás dejamos Granada, el azahar de los Palacios Nazaríes y el eco de las cuevas en el Sacromonte. Dejamos también el rumor del agua de las fuentes, y a Washington Irving, lo dejamos allá mientras mojaba un croissant en el café. Aquel día lo dejamos todo, si es que hay algo más difícil de olvidar como una mañana de septiembre en Granada.

Nada quedaba entonces. Excepto los lagartos en su calcinada constelación de piedras nadie hubiera imaginado sobrevivir después. Y entonces sucedió. Al principio solo fue un borrón glauco, luego se acercaron en oleadas y al final logramos esquivar el gran tsunami de los olivos. Acaso nos desviamos una decena de kilómetros cuando divisamos aquella isla polvorienta de la que no podía escapar ni el tañido de las campanas, pero así fue como llegamos aquel día a Torredonjimeno.

Sobrecogidos, Rafael P. Castells y yo, buscamos auxilio en la casa de un hombre excepcional. Allí nos amparó el poeta argentino José Viñals.

—José –creo que dijo Rafael– acabamos de naufragar y tenemos un hambre atroz.

—Pues eso tiene fácil arreglo –dijo. Ahora mismo buscamos un boliche para comer.

No muy lejos de allí, mientras entorpecíamos una festiva procesión, encontramos La Taberna de don Pepe. En aquel boliche esa mañana tal vez solo hubieran comunistas, tal vez jugaran a las cartas algunos hombres siempre ociosos, pero lo cierto es que nos acomodamos con prontitud en un apartado del restaurante.

—No hay quien aguante esas campanas todo el día –comenzó diciendo Viñals. Este era un pueblo anarquistas y ahora ya veis. Bueno ¿Qué podríamos comer? –preguntó sin preámbulos al camarero.

—¡Rabo de toro!

—¡Bravo! –añadió alguien.

Aquel rabo de toro ocupaba el centro de la bandeja mientras su salsa orillaba los bordes. Cinco trozos de rabo tan descomunales que destacaban entre las patatas del ruedo. ¡Habría que desempolvar los viejos carteles taurinos para imaginar una tarde como aquella!

“La poesía no es un ejercicio literario, la poesía es espiritualidad, amigos” dijo Viñals, y entonces se fue la luz –aquella tarde la luz se fue varias veces. “Espiritualidad, amigos” –añadió. Y al momento se hizo de nuevo la luz.

—¿Y para beber? –preguntó el camarero.

—Pues hombre, un vino –dijo Viñals ¡Un vino procaz pero honrado! –añadió.

Y si bien nos sirvieron un vino deslenguado y falaz como pedimos, lo cierto es que aquel era un vino execrable, más rancio que la procesión de las campanas en Bienvenido Mr. Marshall.

—¡Espiritualidad, amigos!

— ¿Y de segundo? –volvió a preguntar el camarero.

Y entonces Viñals, tras consultarnos de nuevo, ordenó el segundo plato. Con desatinada emoción continuamos escuchándolo mientras aguardábamos la llegada de la pitanza. E Voilá. Al instante hizo su aparición. Nada hay más delirante como comerse un pulpo a feira en Jaén, pero allí estaba el condenado cefalópodo, en el centro de la mesa, mancillando la festividad de la patrona de Torredonjimeno, junto a aquella caterva de comunistas que ni siquiera prestaban el más mínimo interés por la rústica procesión, mientras Viñals seguía deleitándonos con su conversación, tanto que pronto hizo que olvidáramos aquel magnífico rabo.

—Espiritualidad, amigos.

Y al final, cuando dieron las cinco de la tarde, casi sin darnos cuenta, en nuestra mesa ya se habían lidiado cuatro copas de la ganadería de Torres, cuyo abolengo según constaba en la etiqueta, eran morlacos de más de cinco años.

—¿Es que tenés algo contra el fútbol? –me preguntó Viñals en un lance de la conversación. No –contesté yo sinceramente. Lo digo porque en mi juventud también fui promotor de corridas de toros –añadió Viñals.

Y allí quedamos Rafael y yo, hipnotizados ante la magia de aquel hombre de 75 años. Deslumbrados, como también quedara un día su hijo de cuatro años, la lejana tarde en la que haciendo la siesta fue a decirle: “¿Oístes, papá? Todavía olés como un Rey Mago”.

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